Cuando pienso en “libros
perdidos” me pregunto adonde fueron a
parar todos aquellos que nutrieron mi infantil imaginación con personajes y
leyendas imposibles.
Historias de héroes y reinas, barcos
y navegantes extraviados, seductoras sirenas, guerreros y rivales, filósofos y
locos que vivían en un tonel, tejedoras incansables que destejían de noche lo
tejido en el día, recuentos inagotables con nombres que es difícil pronunciar,
caballos de madera donde cabían miles de soldados, ideales que parecen haberse
extinguido junto con las mentes de donde brotaron.
Virtudes conyugales que
impulsaban a la esposa a una espera infinita del amado, eterno viajante, que
finalmente un día llega escondido y con ayuda del hijo, también aventurero,
libra una batalla para desalojar del palacio de su reina los bastardos pretendientes
parásitos.
Adónde fueron a parar esos libros
que acaricié en la infancia, que leí hasta quedarme dormida con ellos sobre mi
almohada, con pasión y adicción, al extremo de no quitar los ojos de sus
páginas ni siquiera para comer, que
llenaban mis sueños por las noches de anhelos y fantasías y en el día me hacían flotar en una nube de
irrealidad de la que se me hacía difícil aterrizar, a no ser convertida en
lluvia y vientos de lágrimas y suspiros.
Así pasé de la etapa mitológica a
los clásicos rusos que apretaron mi pecho y mi garganta llenándome de compasión
por la pobreza y la vida triste y sombría que reflejan seres imaginarios que me
parecieron siempre tan reales como si conviviera con ellos. Gemí hasta agotarme con los miserables en las
calles del viejo Montmartre, sufrí con los injustamente perseguidos, y vertí tantas lágrimas que la humedad
desbarató páginas, me volví loba
esteparia aislándome en la soledad, y cuando la maternidad llegó a mi vida,
estreché recién nacidos en mi pecho diciéndoles que su origen venía de las
ansias del corazón al jugar con mis muñecas de infancia y adorar lo infinito en
el altar del hogar.
Un principito me enseñó que lo
importante no es la belleza de la rosa ni sus espinas, sino que sea tu rosa,
que las cosas más sublimes de la vida son gratis y cotidianas como los
atardeceres, y que lo esencial es invisible a los ojos y solo se ve con el
corazón.
Llegaron los fantasmas
macondianos y cien días no alcanzaron para vivir con ellos su soledad
milenaria, o flotar con la levedad de Remedios la Bella; ese libro de Gabo ha
sido uno de los perdidos que tuve que readquirir recientemente porque todavía
sus personajes me llaman y despiertan por las noches.
La poesía y sus rimas han llenado
de música y suspiros mis días, empezaron
a maravillarme mostrándome hileras de bebés con labios rojos en una ficticia
juguetería, a cautivarme con el sonido
de la lira de David, la tristeza de una princesa que el bufón no disipaba, o la
nostalgia de un inca que soñó con su
castellana, hasta perderme en una isla negra y vivir adrede con cronopios y
famas, en un lugar colocado en el mismo trayecto del sol
Son tantos los libros que he
perdido y muchos también los que he reencontrado; los más preciados, ya desvencijados, he
querido atarlos con cordones para evitar que sus páginas echen a volar, a otros
los he ido dejando en el camino, algunos los recuerdo, a pocos he olvidado.
Y, aunque todavía me resisto a leer en un Kindle, quién sabe si ahí
estará la clave de recuperar los que deban permanecer siempre a mi lado.
Y al fin llegué a las fábulas y
cuentos de Monterroso, para aprender que a escribir se aprende escribiendo, y
que empezando por mi misma no hay que tomar nada en serio, que el pensamiento y la imaginación no tienen
límites, por lo que la historia de la tela de Penélope puede ser reescrita de
nuevo mil veces de mil maneras distintas, porque el viejo Homero “a veces se dormía y no
se daba cuenta de nada”.