No recuerdo exactamente cuál fue
el primero que cayó en mis manos, pero imagino que sería un silabario de la
colección El Sembrador, porque nací antes
de que se publicara el Nacho Dominicano,
en el que aprendieron a leer mis hijos y también mis nietos, y que ahora me entero se lo están robando en
el comercio porque los padres se lo encuentran caro y es por eso que los
comerciantes lo encierran bajo llave. En
opinión de algunos, trescientos pesos son mucho para un libro cuando sirven
para comprar un par de litros de ron.
Lo que sí recuerdo son algunas de
sus lecturas, porque pasada la etapa del silabeo, que aprendí con una profesora a quien solo
conocíamos como La Doña, con un método muy sui géneris que consistía en
intercalar la “u” entre consonantes y
vocales - mua, mue, pua, pue…y así
aprendíamos a leer - me encantaban las pequeñas historias que contenía ese
Libro Primero de Lectura, y junto a las
famosas fábulas de Esopo, se me ha quedado grabada la del niño que imitando a
su amigo Rafaelito le dio por intervenir en la conversación de los adultos para
corregir lo que la mamá decía: -¡Así no
es, mamá! Hasta que un día la mamá le
dijo: ¡Pues, díselo tú Rafaelito! y el
niño, avergonzado, bajó la cabeza y aprendió la lección.
El caso es que me tocó leer
muchos clásicos griegos, porque eso era
lo que más había en la biblioteca de mi papá, y libros de santos como la Vida
de María Goretti, porque era lo que más había en los colegios de monjas en que
los que estuve interna algunos años.
Pero luego, leía cuánto caía en mis manos, desde las
famosas tiras cómicas o historietas ilustradas a los que le decíamos paquitos, incluyendo los que publicaban los
diarios: Educando a Papá, Trucutú, Popeye,
Mandrake el Mago y su amada Narda, hasta alguna novela rosa de Corín Tellado que
estuvieran leyendo mamá o mis hermanas mayores.
A lo que nunca pude entrarle fue a las famosas novelitas de vaqueros, que hicieron su agosto en los años sesenta, tanto
que había gente que hasta las
coleccionaba, como Don Enrique, el papá de Sonia, una amiga de infancia, que
como se pasó la vida heredando nunca dio un golpe ni de karate y su ocupación
más seria consistió en leer las susodichas novelitas, para lo cual todos los
días tras levantarse y ser atendido a cuerpo de rey por su esposa Doña Mirín,
procedía muy juicioso a enfrascarse en su lectura.
Por mi parte, yo no discriminaba,
lo importante era leer y leer, a todas horas, hasta en el momento de las
comidas en familia, por lo que me gané
más de un regaño, y todavía de noche
aunque fuera con un foco bajo las sábanas, cuando se apagaban las luces y me
ordenaban dormir. La lectura es para mí
como una droga, por eso, cuando estoy
desesperada con el síndrome de abstinencia, he
llegado hasta leer las etiquetas de los frascos de productos de aseo personal
en el baño.
Ya adulta he tenido mis libros
preferidos aunque también he llegado a comprender que un tema no te cala hasta
que no llega el momento para que te guste o lo entiendas. ¿Será por eso que no he podido pasar de las
primeras páginas de El Péndulo de Foucald?
También me pasa con la mayoría de los libros de autoayuda tan famosos
hoy en día, pues cuando lo intento me asombra la capacidad que tienen sus autores
de darle vueltas y mil vueltas a la misma idea, sin que al final lleguen a
convencerme, quizá el secreto es que los terminan siendo ayudados son ellos
mismos con la cantidad de dinero que llegan a recaudar con su venta.
Hay libros que, cuando los comienzas,
simplemente no te puedes despegar y así he llegado a releerlos una y otra vez
porque simplemente me niego a decirle adiós a sus ideas o personajes. Es por eso que creo que los buenos libros son
los que mientras más viejos y más lees, más te gustan.
Otras veces comienzo una lectura enamorada
del libro, pero si cometo el error de
abrir otro, las palabras que me susurra al oído me obligan a compartir amores como
una amante infiel y voy intercalando páginas de más de uno.
Lo que tiene de bueno este método
es que me permite visitar en un mismo día lugares tan dispares como la
laberíntica y decadente Venecia, vagando por sus calles con la Deyanira Alarcón
de Antonio Gala, o de repente encontrarme en el culo del mundo para beberme un
tecito compartiendo con los chilenitos de la isla de Chiloé, al que me invita
la Maya de Isabel Allende, viajar en el tiempo leyendo las Memorias de Adriano
que escribió Marguerite Yourcenar pero tradujo Cortázar sin que ninguno de los
dos haya vivido en la Roma antigua de los Césares, aunque quizá sea cierto lo
de que la gente reencarna, sin contar que al mismo tiempo leo en mi Kindle “How
to deliver a Ted Talk”, a ver si algún día, después de agotar las diez mil
horas de práctica como han hecho todos los que han sobresalido en algún arte o
destreza, puedo dar una conferencia de
dieciocho minutos con el tema “Cómo leer cien libros al mismo tiempo”.