martes, 25 de enero de 2011

CHILLING BY THE BEACH


Disfrutar de un día de playa no significa lo mismo para todo el mundo. Para mí, es simplemente sentarme donde el sol no me ataque muy fuerte y quedarme relax viendo las olas ir y venir, y golpear el rompeolas formando encajes de espuma. Son momentos en los que puedo dedicar mis pensamientos a divagar, volando lejos, más allá del horizonte, donde no hay fronteras y la imaginación puede viajar sin límites. Me gusta quedarme en silencio, mientras contemplo casi hipnotizada el fulgor del sol sobre el mar, los bañistas que pasan, los niños que corren…

Para otros es meterse al agua a bucear en la aventura de encontrar todo un mundo de pececitos y caracoles y gozar de un baño de mar, arena y sal. O estirar la piel llena de unturas y tenderse cual lagarto boca arriba a broncearse bajo el candente sol que nos gastamos en esta isla nuestra, escuchando la música preferida en un Ipod.

A los niños en cambio les encanta jugar en la orilla y hacer castillos de arena que van formando mientras dan innúmeros viajes para recoger el agua en sus cubitos de colores con la cual hacen su mezcla, tornándose en pequeños albañiles a los que dirige el más grande, mientras el resto del grupo rastrilla y aplasta con los deditos y las palmas de las manos.

Las parejas jóvenes se reúnen en grupos para saludar los amigos que encuentran, saboreando un refresco o una cerveza mientras chatean con sus Bibis y se cuentan las últimas novedades.

A otros más les encanta caminar por la orilla del agua pisando la arena húmeda con los pies descalzos que juegan con la marea en su eterno retorno.

La brisa, la arena, el calor del sol, el cielo azul que se confunde con el mar, las olas rompientes que a veces quieren alcanzar las blancas nubes, el paisaje tranquilo que de repente se anima con el vuelo de una ave que pasa, o la vista de alguna yola o un velerito lejano, forman todos parte de un conjunto paradisíaco lleno de beatitud que se nos da gratuito una tarde de un domingo cualquiera aquí en Juan Dolio.

lunes, 10 de enero de 2011

ANTES DE QUITAR EL ARBOLITO


Año tras año sucede lo mismo. Desde octubre, en mi caso prefiero la víspera de la celebración de Thanksgiving, comienzan los ajetreos de poner el arbolito de Navidad, los nacimientos, el adorno en la puerta de entrada, las lucecitas en los arbustos o lo que sea que tengamos en el frente de nuestras casas, las toallas, jabones y demás detalles navideños por todos los rincones de la casa.
Lo ideal es añadir algo nuevo para que nuestra decoración luzca diferente, siempre aparece alguna amiga que nos regala unas flores de pascua o un pinito, pero como quiera, al terminar nuestra obra de arte, nos embelesamos contemplando lo bonito que quedó todo y queremos compartirla con la familia y los amigos.
Aquí en Metro la decoración de esta temporada es todo un espectáculo que amerita que salgamos por las noches a hacer el recorrido para disfrutarlo, con la conveniencia de que tenemos estabilidad en la energía eléctrica. Todavía en enero queda gran parte de la decoración, especialmente este año en que el festivo del Día de Reyes se pospuso varios días.
Recuerdo el año pasado cuando el terremoto de Haití dejó atrapado a Charlie mi asistente haitianito y tuve que esperar hasta febrero para quitar mi arbolito porque es muy alto y, aún con la ayuda de una escalera, se me hace difícil ponerlo y quitarlo.
Pero hoy me revestí de valor y aún no había bebido el café mañanero cuando ya estábamos en esos menesteres.
Antes de quitar el arbolito me puse a repasar los nombres de mi familia grabados en ornamentos que compré el año pasado. Al leerlos, pensé en los que estuvieron visitándonos en este año y en los que no vinieron. Con el paso del tiempo es cada vez más frecuente que las distancias nos separen. Pero, para citar uno de mis escritores favoritos: “ningún lugar está lejos” y aún otro más: “lo esencial es invisible a los ojos, solo se mira con el corazón”.