martes, 19 de febrero de 2013

CUANDO MUERE LA TARDE


Cuando salgo a caminar por las tardes, aunque mi objetivo es hacer ejercicio para combatir los efectos de la vida sedentaria, aprovecho para comulgar con la naturaleza y detener mi vista en detalles, que con la prisa, la mayoría de las veces no miramos.
Es así como disfruto con la suave brisa que me acaricia el pelo, del sonido de las aves que deleita el oído, los olores a grama, a flores o a tierra mojada que arrastra el viento,  y como es la hora en que el sol dice adiós haciendo brillar con más intensidad sus últimos destellos del día, observo asombrada su reflejo dorado en las copas de los árboles, en los techos de las casas y hasta en las telarañas de algún arbusto.    
Es un momento sagrado en que me siento una con el universo creación de  Dios y también con la obra de los hombres,  porque esta despedida que hace el astro rey antes de morir la tarde, la he visto manifestada también  en el interior de algunas de las casas, en la mía y la de algunos amigos.
Los que tenemos cristales por donde entra la luz del sol antes de acostarse, podemos asistir maravillados  al espectáculo con que se luce diciendo adiós, porque es como si durante  esos últimos breves segundos, que generalmente no alcanzan el minuto, acentúa su fulgor  mientras sus rayos bailan la despedida para asegurarnos que no es una muerte definitiva, que aunque lentamente vayan cayendo las sombras, persiste la promesa de un nuevo amanecer.
Y aunque me encanta el soneto de Federico Bermúdez Ortega dedicado a la señora que parece una tarde que va a morir, tan honda de sus ojos la intensa languidez y el velo de infinita tristeza evocadora que cae sobre la cera de su anemiada tez,  pienso que al menos en nuestra isla tropical en cada atardecer  late la amenaza que le hace Salomé Ureña al invierno, cuando le dice que llegue en buena hora más no presuma, ser de estos valles regio señor, que en el espacio mueren sus brumas, cuando del seno de las espumas, emerge el astro de esta región.



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