Cuando salgo a caminar por las
tardes, aunque mi objetivo es hacer ejercicio para combatir los efectos de la
vida sedentaria, aprovecho para comulgar con la naturaleza y detener mi vista
en detalles, que con la prisa, la mayoría de las veces no miramos.
Es así como disfruto con la suave
brisa que me acaricia el pelo, del sonido de las aves que deleita el oído, los
olores a grama, a flores o a tierra mojada que arrastra el viento, y como es la hora en que el sol dice adiós
haciendo brillar con más intensidad sus últimos destellos del día, observo
asombrada su reflejo dorado en las copas de los árboles, en los techos de las
casas y hasta en las telarañas de algún arbusto.
Es un momento sagrado en que me
siento una con el universo creación de Dios y también con la obra de los hombres, porque esta despedida que hace el astro rey
antes de morir la tarde, la he visto manifestada también en el interior de algunas de las casas, en la
mía y la de algunos amigos.
Los que tenemos cristales por
donde entra la luz del sol antes de acostarse, podemos asistir maravillados al espectáculo con que se luce diciendo adiós,
porque es como si durante esos últimos
breves segundos, que generalmente no alcanzan el minuto, acentúa su fulgor mientras sus rayos bailan la despedida para
asegurarnos que no es una muerte definitiva, que aunque lentamente vayan
cayendo las sombras, persiste la promesa de un nuevo amanecer.
Y aunque me encanta el soneto de
Federico Bermúdez Ortega dedicado a la señora que parece una tarde que va a
morir, tan honda de sus ojos la intensa languidez y el velo de infinita
tristeza evocadora que cae sobre la cera de su anemiada tez, pienso que al menos en nuestra isla tropical en
cada atardecer late la amenaza que le
hace Salomé Ureña al invierno, cuando le dice que llegue en buena hora más no
presuma, ser de estos valles regio señor, que en el espacio mueren sus brumas,
cuando del seno de las espumas, emerge el astro de esta región.
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