miércoles, 27 de mayo de 2009

MAMA ANA ROCKS!



Hace un tiempo leí que cuando las mujeres perdemos la capacidad de ser madres biológicas, nos convertimos en la mamá de todo el mundo. Sé que es verdad, porque mucho después de nacida la más pequeña de mis hijos, impartí clases en la universidad por cinco años y disfruté tanto mi experiencia como profesora que volví a sentirme la mamá de mis alumnos. Creo que aprendieron de mis clases, pero también yo aprendí mucho de ellos. Como mi hija menor estaba entonces en plena adolescencia, supe comunicarme con mis estudiantes haciendo coro, sin coger corte ni quillarme, como dirían mis propios alumnos.
En el caso de Mamá Ana, creo que así como se nace para ser médico, abogado o artista, ella nació para ser madre: la mamá de todo el mundo. No le bastó tener nueve hijos de su vientre, sino que adoptó también dos hijas, las cuales como ella dice casó muy bien casadas, al igual que a nosotras sus cinco hijas naturales. La mamá que cuando vinimos de Bonao a vivir a la capital, abrió las puertas de nuestro apartamento de apenas tres habitaciones, a todas las primas y amigas que quisieron venir a estudiar y no tenían donde alojarse.
Mamá Ana es tan tierna y generosa que en su casa siempre hubo espacio para las amigas o compañeras de trabajo de sus hijas que estuvieran pasando por alguna situación difícil. En plena revolución del ´65, abrió las puertas de su casa a las muchachas que vivían en la pensión de mi madrina Nicó García, cuando tuvieron que trasladarse debido a que quedó dentro de la línea de los revolucionarios y nosotros vivíamos del otro lado.
Después, cuando crecimos, trabajaba yo en el Banco Central y me pedía que la dejara de camino en la Maternidad La Altagracia, dos días a la semana, cuando iba como voluntaria, con su uniforme y su toquita en la cabeza, se llenaba de gozo y le brillaban los ojos de alegría al contarme cuántos bebés recién nacidos había bañado, alimentado y arrullado hasta dejarlos dormidos en sus cunitas.
Comenzaron a nacer sus nietos y cuando le preguntan cuántos son responde que ya ha perdido la cuenta, que son más de 30, sin contar los nietos postizos, de los cuales han sido muchos los que ella se ocupó de bañar y atender durante los primeros meses de nacidos. A sus 91 años, lúcida de mente y espíritu, todavía ayuda a cuidar y añoñar a sus numerosos biznietos.
Su capacidad de amar es tan inmensa que no le basta con volcar su amor en los niños que son sus preferidos, sino que no hay criatura o ser humano, grande o pequeño que le pase por el lado a quien no le brinde su ternura, una sonrisa, un abrazo. En ella se cumple a la perfección la letra del Himno a las Madres, y creo que así como Jesús eligió a María como madre, la Virgen la escogería como su madre, pues fíjense ¡que coincidencia! su mamá se llamaba también Ana.

miércoles, 20 de mayo de 2009

BARQUITOS DE VELA



Buscando “El Sartén”, un restaurante que, de acuerdo a unos amigos que nos invitaron, estaba en Guayacanes, encontré a Julián, artesano fabricante de barquitos de vela y me llamó la atención la originalidad de sus creaciones.
Al final, resulta que el restaurante no se llamaba El Sartén, sino Salitre, y justo en frente hay dos barquitos de los que hace Julián, así como varias tallas en madera. El almuerzo sabroso, la conversación entre amigos en ese acogedor lugar frente al mar, la esmerada atención de su dueño José Julio Ruiz, pasear un rato por la playa contemplando el vuelo de pesca de las gaviotas, hizo que la tarde de ese domingo transcurriera tan agradable como ya es costumbre en mi vida Juandoliando, pero me quedé con la inquietud de conversar con Julián y conocer su historia.
Su casa ubicada enfrente al restaurante tenía afuera uno de sus barquitos grandes tapado por una lona. Julián tiene 62 años, ocho hijos y 20 nietos que cuentan para su sustento con la venta de sus artesanías, ya que además de barquitos de vela y yolas, hace tallas en madera y cocos secos, con reminiscencia indígena. Me dijo que también hizo una olla decorativa en madera con un look Antique (la expresión es mía). Sus hijos viven también en Guayacanes, son albañiles, carpinteros, camareras, y los nietos se pasan los días con los abuelos.
Oriundo de Guayacanes, preguntamos si no teme que le roben el barquito que exhibía fuera de su casa y contesta que no había tíguere que se atreviera porque él era aún más tíguere, y que además se acostumbró a dormir con un ojo abierto y otro cerrado. En verdad, hasta ahora, lo que percibo es que la zona de Juan Dolio y Guayacanes se diferencia de otros lugares del país por su tranquilidad y seguridad.
En su juventud, Julián fue albañil y pescador, se nota en su delgado cuerpo de anchos hombros y carnes firmes, en las numerosas arrugas de su piel curtida por el sol, un rostro que parece contarnos sus andanzas en el mar. Me cuenta como se levantaba, siendo aún de madrugada, para lanzarse mar adentro en su yola hasta encontrar un buen lugar para pescar. Es bien entrada la mañana, cerca del mediodía, cuando regresan los pescadores a la playa a vender el fruto de largas horas de exposición a un sol inclemente, al agua salada, a la mar picada.
Hace menos de un año que se dedica a su actual quehacer, cuando encontró un gran tronco que el mar le regaló, y le salió la inspiración de adentro (y señala su cabeza) para hacer los barquitos, algunos grandes, otros chiquitos, pero llenos de detalles que solo un avezado hombre de mar puede añadir, sin haber tenido escuela.
Julián mantiene la esperanza de que, a base de su trabajo, sus nietos tengan un futuro mejor que la dura vida que a él le tocó, varones y hembras de distintos tamaños se agrupan a mi alrededor con la curiosidad natural de los niños, corren a buscar dentro de la casa otro de los barquitos para que también salga en la foto, y a mí se me encoje el corazón al pensar qué será de ellos en un país donde un hombre de 62 años todavía tiene que hacerse cargo de su familia y confiar en que la Providencia Divina le arroje algún tronco al mar.

P.S. Hoy pasé frente a su casa y con alegría me contó que vendió el barquito grande, estaba haciendo una olla, y tiene en producción varios barquitos, así que, si estás decorando una casa o negocio con motivos marinos, da una vuelta por el lugar, te aseguro que te gustarán sus artesanías.

viernes, 15 de mayo de 2009

EL VUELO DE LA CHICHIGUA



Dedicada a la memoria de su hijo, esta hermosa colaboración de Angélica Noboa, lectora de Juandoliando, narra la historia de lo que sucedió el domingo 3 de mayo, desde su perspectiva

Salimos al campo en Guavaberry a volar las chichiguas  que nos trajo Beatriz de la capital, atendiendo a la invitación de Penélope. La mañana, al igual que aquellos  inolvidables primeros días de tu nacimiento, antes de la parálisis cerebral,  lucía un cielo arropado por un manto de copiosas nubes de matices grises y blancos,   como acostumbra estarlo en los últimos días de abril y los primeros de mayo,  sin que la gentil brisa alcance el olor ni la humedad de la lluvia.

Siempre así,  por 17 años reconocí esos días, bien nublados sin llegar a ser lluviosos sino hasta entrado mayo, a menos que fuera un año de sequía.  De ese modo, el aniversario de tu nacimiento, deviene siempre en mi mente como una escena salida de la  paleta de un pintor renacentista; eran y siguen siendo esos días entre el 28 de abril y hasta el 5 de mayo, tu primera semana conmigo, libre de parálisis, de una hermosa tonalidad.

Las cometas de Juguetón que nos compró Bea, importadas desde China, me pusieron a parlotear lo que de niña aprendí: Que los chinos nos enseñaron el arte y oficio de volar y fabricar cometas; que mi abuelo Diógenes Noboa Feliz perdió un ojito de niño por querer elevar una chichigua que “picó en banda” hasta su cara o que Benjamín Franklyn, descifró la energía eléctrica volando una.

No obstante,  sus colores y graciosos diseños elevándose hasta el cielo, me trajeron un recuerdo, favorito entre todos los otros, las numerosas tardes que pasamos juntos con tus cochecitos - primero uno gris heredado de Isaac, luego un verde  de paraguas que te compró Amandita y después el azul marino -  paseando por el Parque Mirador, apreciando el vuelo espectacular de las chichiguas  hechas por  experimentados artistas del arte y oficio de volar y fabricar chichiguas, que planeaban en la explanada que forman la intersección de la Avenida Núñez de Cáceres con Avenida Anacaona, allí muy cerca de nuestra casa.

Suspendidas en el aire a gran altura, tú y yo nos quedábamos  durante un rato admirando su gracia, sus melenas de tiritas, sus diversas formas y colores y sus miradas gentiles hacia la tierra donde desde allá arriba nos saludaban con sus caritas refrescadas por la brisa.

Eduardo me recordó el tiempo olvidado en que con papel encerado, almidón caliente, gangorra y otros materiales simples se confeccionaban chichiguas en nuestros años de infancia. Sayi por su parte, me recordó como la inmensa cola hecha de harapos, era fundamental para el vuelo suspendido. Las clases de física nunca fueron mi fuerte, pero allí entre los niños y los padres hechos de nuevo niños, volvimos a maravillarnos por la ciencia exacta que permite extender el vuelo hasta lo alto, apenas suspendido por hilitos de nylon  las que nos trajo Bea y por gangorra la chichigua autóctona y artesanal que Sayi le compró a un vendedor ambulante.

Las cometas de Simón, José Ricardo, Andrés, Renata, Isabel Mumy, Isabel Cookie, Eduardito y Mariel, subieron rápidamente.  Con ayuda de Raúl Benjamín y Hugo (el de Ana Carolina), los incansables “adolescentes tiernos de Carolina” e instructores de nuestros chiquitos, sin mucho apuro, subieron aquellos cajones, Sirenitas, libélulas y otros motivos.

Sin embargo, la última en subir  tal como prometieron sus dueños,  Sayi y Eduardo, fué la que llegó más alto. Era verde, con forma de rombo, hecha a mano por dominicanos, no por chinos, pegada con almidón y ataviada con una cola larga de harapos. Tardamos un poco en subirla entre los cuatro: Ricardo, Eduardo, Sayi y yo; dimos algunas vueltas, se nos enredó un tanto, pero finalmente el rombito verde alzó su vuelo y rápido dejó atrás a las cometas de Juguetón. Voló alto, muy alto. Yardas y yardas de gangorra fueron desenvueltas por Sayi, ante la exigencia de la chichigua de soltarla cada vez más, para abrazar las nubes y refrescarse con el aire fresco. Cuando encontró una altura y distancia cómoda, suspendió su alzada y con gracia empezó a bailotear su larga cola, que marcaba una línea suave en el horizonte gris y blanco del cielo abierto de aquel amplio campo de golf, sabiamente construido en un hermoso llano del este de la isla de Santo Domingo.

Las Brisas de Guavaberry es el nombre del proyecto habitacional, donde pasé contigo inolvidables momentos, y también el que, sin saberlo ninguno de los dos, era el último en que estaríamos juntos, hasta el reencuentro en la casa de Dios donde ahora estás.

Se llama de ese modo, en alusión a esas brisas que atraviesan la llanura y que hacen que las nubes que vienen del sureste y del mar, sigan buscando las montañas que no se encuentran hasta mucho más allá, al noroeste; la precipitación aguarda hasta alcanzar la ciudad y las montañas detrás de Santo Domingo, esa perspectiva fabulosa que podías ver desde tu asiento detrás del conductor en el carro, cuando volvíamos en el atardecer a la ciudad: El mar de un azul tenue y cristalino, la ciudad y sus edificios en tonos perlados, detrás de ella, la línea montañosa dibujada por la luz de tono anaranjado del sol poniente, que una tarde te llevó con él.

Esas brisas, hacen de la zona una de baja precipitación, excelente para el deporte, pero en tu caso y el mío, para ese paseo vespertino, junto al sol, los pajaritos y la naturaleza que tanto disfrutamos juntos. En esos momentos, compartidos únicamente entre el Creador, tu y yo, sin saber los dos últimos que el primero  te estaba llevando suavemente a su lado, viviendo con el y contigo el trayecto hasta su plenitud y su inmenso amor.

Los chicos se fueron a montar bicicleta. La cometa de Simón llegó a desprenderse hasta el cielo, voló en el aire sola por un rato, mientras tu hermano corría detrás de aquel hilito de nylon. Suave descendió a la tierra y hacia su dueño, a muchos pasos de distancia.

Luego de verlo recuperar su cometa y verlo partir a montar bicicleta, encontré una sombrita al lado de un árbol en un pequeño montículo, me acosté en el césped y me quedé buen rato contemplando la chichigua verde de Sayi, elevada en el cielo, suspendida en aire, con su cola enroscada con la dirección que marcan las brisas.

Entre todas las cometas, esa chichigüita verde me miró y enseñó tu carita desde lo alto mirando feliz el campo en que paseamos juntos, los chicos jugar y correr, los padres asolearse contentos. Al rato, me puse de pies y me acerqué a Sayi, para ayudarla a recogerla antes de  irnos a almorzar. En ese momento me di cuenta como el hilo de gangorra que nos separa a muchas yardas del rombito verde con cola, mantiene una tensión firme, como si  se encontrara cerca y apretara. Sin embargo, al subir la vista, el rombito verde todavía bien lejos, no se veía  tenso, más bien suave y libre.

Pensé que esa tarde sin ti, pero contigo, era el retrato del amor de Dios que nos unió, nos mantiene unidos a través de un hilito discreto pero firme de fe y esperanza, mientras libre vuelas por las brisas. 

viernes, 8 de mayo de 2009

¡A VOLAR CHICHIGUAS!



El domingo estuvimos en The Club Residences Collection @ Guavaberry volando chichiguas. La actividad realizada en un día perfecto, domingo soleado y con viento, en una gran explanada con poco riesgo de que las chichiguas se quedaran atrapadas en las ramas de algún árbol, me recordó mucho los días de mi niñez y la infancia de mis hijos, que ahora me puedo dar el lujo de disfrutar de nuevo con mis nietos, de forma alegre y sin muchas responsabilidades.

Lejos quedaron los días en que las chichiguas se fabricaban con papel vejiga de colores, pendones de las matas de caña para los famosos (y pesados) cajones, o de coco si eran más pequeñas. El proceso, en el que se involucraban padres e hijos, requería mucha creatividad y pocos recursos. Aparte del papel y los pendones, en la misma casa se hacía el pegamento a base de almidón, un rollo de hilo grueso o ¨gangorra¨ como le llamábamos, y largas colas hechas de alguna camiseta rota o cualquier prenda de tela que tuviéramos en desuso, preferiblemente de colores.

Como en ese tiempo no teníamos los juegos electrónicos que ahora alelan los niños por horas, volar chichiguas en cuaresma y esperar los Reyes Magos eran nuestra mayor ilusión.

Luego cuando tuve mis hijos, siempre sacábamos tiempo para llevarlos a volar chichiguas en las cercanías del Parque Botánico, pero ya las chichiguas no las fabricábamos nosotros, las comprábamos a los vendedores ambulantes en la Abraham Lincoln y finalmente en las tiendas cuando dejaron de ser artesanales, ahora con diseños de algunos muñequitos o dibujos animados.

Volar chichiguas sigue siendo una actividad divertida y barata para compartir los papás con los hijos, los grandes con los chiquitos. Este domingo, por ejemplo, la que más alta subió fue la que hicieron Hugo y Raúl Benjamín, que son ya dos tajalanes, con una funda plástica. También fue la que primero se fue en banda. Pero estuvo chulísimo verlos a todos disfrutando de una actividad al aire libre, diferente y que nos sacó de la rutina de los domingos. Como dice Fantina es una bella tradición que no debemos perder; como comentó Magacha, junto con las chichiguas, dejamos volar nuestros sueños y pensamientos, y nos sentimos otra vez como los niños que todos llevamos dentro,

Mientras jóvenes y niños, asistidos por algunos de los adultos más audaces volaban sus chichiguas al ¨tetero del sol¨ como diría la Nana de mis nietos, otros nos resguardábamos a la sombra bebiendo una cervecita o algún refresco como aperitivo del BBQ compartido que después tuvimos en Las Brisas, dentro del mismo Guavaberry. Una vez prendido el BBQ, Carola que era la anfitriona de turno, preparó las ensaladas, y luego todo el mundo a tirar su carne a asar y ¡A comer se ha dicho!