viernes, 15 de mayo de 2009

EL VUELO DE LA CHICHIGUA



Dedicada a la memoria de su hijo, esta hermosa colaboración de Angélica Noboa, lectora de Juandoliando, narra la historia de lo que sucedió el domingo 3 de mayo, desde su perspectiva

Salimos al campo en Guavaberry a volar las chichiguas  que nos trajo Beatriz de la capital, atendiendo a la invitación de Penélope. La mañana, al igual que aquellos  inolvidables primeros días de tu nacimiento, antes de la parálisis cerebral,  lucía un cielo arropado por un manto de copiosas nubes de matices grises y blancos,   como acostumbra estarlo en los últimos días de abril y los primeros de mayo,  sin que la gentil brisa alcance el olor ni la humedad de la lluvia.

Siempre así,  por 17 años reconocí esos días, bien nublados sin llegar a ser lluviosos sino hasta entrado mayo, a menos que fuera un año de sequía.  De ese modo, el aniversario de tu nacimiento, deviene siempre en mi mente como una escena salida de la  paleta de un pintor renacentista; eran y siguen siendo esos días entre el 28 de abril y hasta el 5 de mayo, tu primera semana conmigo, libre de parálisis, de una hermosa tonalidad.

Las cometas de Juguetón que nos compró Bea, importadas desde China, me pusieron a parlotear lo que de niña aprendí: Que los chinos nos enseñaron el arte y oficio de volar y fabricar cometas; que mi abuelo Diógenes Noboa Feliz perdió un ojito de niño por querer elevar una chichigua que “picó en banda” hasta su cara o que Benjamín Franklyn, descifró la energía eléctrica volando una.

No obstante,  sus colores y graciosos diseños elevándose hasta el cielo, me trajeron un recuerdo, favorito entre todos los otros, las numerosas tardes que pasamos juntos con tus cochecitos - primero uno gris heredado de Isaac, luego un verde  de paraguas que te compró Amandita y después el azul marino -  paseando por el Parque Mirador, apreciando el vuelo espectacular de las chichiguas  hechas por  experimentados artistas del arte y oficio de volar y fabricar chichiguas, que planeaban en la explanada que forman la intersección de la Avenida Núñez de Cáceres con Avenida Anacaona, allí muy cerca de nuestra casa.

Suspendidas en el aire a gran altura, tú y yo nos quedábamos  durante un rato admirando su gracia, sus melenas de tiritas, sus diversas formas y colores y sus miradas gentiles hacia la tierra donde desde allá arriba nos saludaban con sus caritas refrescadas por la brisa.

Eduardo me recordó el tiempo olvidado en que con papel encerado, almidón caliente, gangorra y otros materiales simples se confeccionaban chichiguas en nuestros años de infancia. Sayi por su parte, me recordó como la inmensa cola hecha de harapos, era fundamental para el vuelo suspendido. Las clases de física nunca fueron mi fuerte, pero allí entre los niños y los padres hechos de nuevo niños, volvimos a maravillarnos por la ciencia exacta que permite extender el vuelo hasta lo alto, apenas suspendido por hilitos de nylon  las que nos trajo Bea y por gangorra la chichigua autóctona y artesanal que Sayi le compró a un vendedor ambulante.

Las cometas de Simón, José Ricardo, Andrés, Renata, Isabel Mumy, Isabel Cookie, Eduardito y Mariel, subieron rápidamente.  Con ayuda de Raúl Benjamín y Hugo (el de Ana Carolina), los incansables “adolescentes tiernos de Carolina” e instructores de nuestros chiquitos, sin mucho apuro, subieron aquellos cajones, Sirenitas, libélulas y otros motivos.

Sin embargo, la última en subir  tal como prometieron sus dueños,  Sayi y Eduardo, fué la que llegó más alto. Era verde, con forma de rombo, hecha a mano por dominicanos, no por chinos, pegada con almidón y ataviada con una cola larga de harapos. Tardamos un poco en subirla entre los cuatro: Ricardo, Eduardo, Sayi y yo; dimos algunas vueltas, se nos enredó un tanto, pero finalmente el rombito verde alzó su vuelo y rápido dejó atrás a las cometas de Juguetón. Voló alto, muy alto. Yardas y yardas de gangorra fueron desenvueltas por Sayi, ante la exigencia de la chichigua de soltarla cada vez más, para abrazar las nubes y refrescarse con el aire fresco. Cuando encontró una altura y distancia cómoda, suspendió su alzada y con gracia empezó a bailotear su larga cola, que marcaba una línea suave en el horizonte gris y blanco del cielo abierto de aquel amplio campo de golf, sabiamente construido en un hermoso llano del este de la isla de Santo Domingo.

Las Brisas de Guavaberry es el nombre del proyecto habitacional, donde pasé contigo inolvidables momentos, y también el que, sin saberlo ninguno de los dos, era el último en que estaríamos juntos, hasta el reencuentro en la casa de Dios donde ahora estás.

Se llama de ese modo, en alusión a esas brisas que atraviesan la llanura y que hacen que las nubes que vienen del sureste y del mar, sigan buscando las montañas que no se encuentran hasta mucho más allá, al noroeste; la precipitación aguarda hasta alcanzar la ciudad y las montañas detrás de Santo Domingo, esa perspectiva fabulosa que podías ver desde tu asiento detrás del conductor en el carro, cuando volvíamos en el atardecer a la ciudad: El mar de un azul tenue y cristalino, la ciudad y sus edificios en tonos perlados, detrás de ella, la línea montañosa dibujada por la luz de tono anaranjado del sol poniente, que una tarde te llevó con él.

Esas brisas, hacen de la zona una de baja precipitación, excelente para el deporte, pero en tu caso y el mío, para ese paseo vespertino, junto al sol, los pajaritos y la naturaleza que tanto disfrutamos juntos. En esos momentos, compartidos únicamente entre el Creador, tu y yo, sin saber los dos últimos que el primero  te estaba llevando suavemente a su lado, viviendo con el y contigo el trayecto hasta su plenitud y su inmenso amor.

Los chicos se fueron a montar bicicleta. La cometa de Simón llegó a desprenderse hasta el cielo, voló en el aire sola por un rato, mientras tu hermano corría detrás de aquel hilito de nylon. Suave descendió a la tierra y hacia su dueño, a muchos pasos de distancia.

Luego de verlo recuperar su cometa y verlo partir a montar bicicleta, encontré una sombrita al lado de un árbol en un pequeño montículo, me acosté en el césped y me quedé buen rato contemplando la chichigua verde de Sayi, elevada en el cielo, suspendida en aire, con su cola enroscada con la dirección que marcan las brisas.

Entre todas las cometas, esa chichigüita verde me miró y enseñó tu carita desde lo alto mirando feliz el campo en que paseamos juntos, los chicos jugar y correr, los padres asolearse contentos. Al rato, me puse de pies y me acerqué a Sayi, para ayudarla a recogerla antes de  irnos a almorzar. En ese momento me di cuenta como el hilo de gangorra que nos separa a muchas yardas del rombito verde con cola, mantiene una tensión firme, como si  se encontrara cerca y apretara. Sin embargo, al subir la vista, el rombito verde todavía bien lejos, no se veía  tenso, más bien suave y libre.

Pensé que esa tarde sin ti, pero contigo, era el retrato del amor de Dios que nos unió, nos mantiene unidos a través de un hilito discreto pero firme de fe y esperanza, mientras libre vuelas por las brisas. 

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